sábado, 9 de abril de 2011

LOS SÍMBOLOS: UN ESPACIO VITAL

Conocí al maestro José Marcelli hace más de veinte años; una amiga mía, miembro de la Gran Fraternidad Universal (GFU), me invitó a su conferencia. Le prometí a mi amiga que iría a escuchar la charla, aunque en el fondo no estaba convencido de asistir; por aquellos años, sentía rechazo por todo lo que oliera a misticismo.

El maestro Marcelli fue discípulo de José Manuel Estrada, éste último, gran iniciado y co-fundador de la GFU. Temía encontrarme en la conferencia con un tipo santurrón, que seguramente hablaría en voz baja y con los ojos entornados; sería tal vez alguien quien se dirigiría a la Deidad de tú a tú, haciéndonos sentir a los demás simples mortales llenos de inmundicia y pecado; pero me llevé una sorpresa.

Llegué al lugar de la conferencia con quince minutos de anticipación, entré al amplio corredor de aquel edificio colonial, un exconvento rescatado y remodelado por el gobierno del estado, el clima era agradable, de una frescura relajante. Las plantas a esa hora de la mañana despedían una suave emanación que perfumaba el ambiente. Encontré a mi amiga hablando con un caballero de un poco más de cincuenta años de edad, de mediana estatura y de una delgadez atlética, que hablaba de muchos años dedicados al ejercicio físico. La tez blanca de su cara contrastaba con el gris de su barba bien cortada y su pelo entrecano. Vestido de blanco, platicaba jovialmente con mi amiga, me acerqué y saludé con timidez, temiendo causar mala impresión por interrumpir la plática.

¡Hola Sam!- me dijo mi amiga- te presento al maestro José Marcelli el ponente de este día. Lo saludé intentando encajar esa figura de carne y hueso en la idea preconcebida que de ella tenía; pero nada coincidía. El tipo se mostraba alegre, extrovertido, informal. Me saludó como si nos conociéramos hacía tiempo y de inmediato me integré a la reunión como uno más de aquel pequeño círculo.

Observaba a Marcelli y me parecía que algo se me escapaba y no atinaba a acertar qué era. Se veía demasiado mundano para ser un alto iniciado, un hombre místico, un Maestro; pero al mismo tiempo se distinguía de nosotros y de los demás que fueron sumándose a la conversación. Sonreía con facilidad, bromeaba, movía los brazos con frecuencia y cuando la risa lo atacaba, se doblaba golpeándose las rodillas con las palmas de las manos: más antisolemne no podía ser.¿Qué era entonces aquello que lo hacía diferente?

Pude darme cuenta de que su rostro se veía apacible, tranquilo, nada parecía preocuparlo, como si fuera un niño. Me percaté después de que esa tranquilidad nos la transmitía, sin hacer nada más que estar con nosotros. El hombre irradiaba paz. ¡ Era eso lo que lo hacía diferente!

Al llegar la hora de la conferencia, subió al estrado y comenzó a explicarnos la situación de América Latina, su economía precaria, las desigualdades e injusticias espantosas que los pobres sufrían, la necesidad de cambiar las cosas y nos explicó el principio fundamental de todo cambio social: comenzar por uno mismo. No escuché nada de lo que me había imaginado: Dios, su teología, la vida santa, los ejercicios espirituales, nada de eso, estaba sorprendido.

Al terminar la plática me acerqué al maestro José Marcelli, quería hacerle algunas preguntas: Maestro -le dije-, para procurar el cambio en uno mismo, ¿es necesario practicar el yoga como usted lo hace? Me miró casi con dulzura y me sonrió. No, fue la respuesta, no es necesario practicar yoga; pero sí es necesario aprender a controlar tu cuerpo y cuidarlo. Puedes practicar cualquier deporte que exija disciplina y ser constante en ello. La simpleza de la respuesta me dejó admirado, tanto, que quise saber más.

José, le dije con más confianza, ¿es verdad que ustedes los altos iniciados, tienen poderes psíquicos sorprendentes? Creo que con esa pregunta colmé el plato porque comenzó a reírse a carcajadas. Sí, me dijo, limpiándose las lágrimas que se le escapaban de los ojos, disculpa Sam, me río por la seriedad con que preguntas; pero la verdad es que todos tenemos esos “poderes”, sólo que no somos conscientes de ello. La magia que nosotros practicamos, reside en nuestra capacidad de manejar los símbolos para potenciar la vida.

Permíteme explicarlo de esta manera, continuó diciendo:

Existen ciertos símbolos que nos llenan de paz o de esperanzas, o de alegría, o simplemente nos dan fuerzas para seguir luchando por lo que amamos o queremos ser. Esos símbolos pueden ser la cruz o el pez entre los cristianos, Buda entre los orientales, el dharma entre los hindúes, la piedra filosofal entre los alquimistas, la escuadra y el compás entre los masones y un largo etc., etc., etc. Pues bien, si uno aprende a relacionar el sistema de símbolos de una formación cultural determinada, y a manejarlo para llenar a nuestros semejantes de luz, amor, esperanza, caridad, compasión, humildad, templanza y muchas otras cosas, créeme, se obran verdaderos milagros. No se trata de engañar a la gente con charlatanerías, se trata de aprovechar el poder psicológico de esos símbolos para llenar a los demás de energía positiva, dicen algunos; yo le llamo simplemente ganas de vivir.

Las enseñanzas que ese día aprendí de José Marcelli, tuvieron un fuerte impacto en mi vida. La verdad es que si lo pienso bien, ahora hemos perdido la fe en los símbolos, descreemos de todo aquello que no tiene causa aparente, o no puede ser explicado por la ciencia; pero el precio de ésta pérdida de fe en nuestras raíces culturales, es el sentimiento de soledad que nos angustia, la percepción de un mundo hostil que nos amenaza constantemente y el afán nunca satisfecho de tener, dinero y poder. Quizás por eso haya aumentado la tasa de suicidios en nuestro país y en el mundo. El ser humano ha debilitado su sentido de solidaridad para con sus semejantes y su existencia parece no tener sentido.

El gobierno mexicano se apresta a atender el problema, un gran número de psicólogos darán consulta en centros especializados y habrá teléfonos de emergencia para atender las llamadas de potenciales suicidas o sus familiares; pero dudo que todo esto tenga efectos duraderos. El problema está en lo más profundo de nuestras culturas y de nuestra personalidad. Confundimos el enorme potencial psicológico de nuestro simbolismo ancestral con la ignorancia y hemos acuñado lo que llamo una estupidez epistemológica, al creer que el modo de explicación de la ciencia es único y absoluto.

Basta con ver cómo nos arrebata la energía revitalizadora de la música, o el milagro de estar enamorados para darse cuenta que no todo se comprueba mediante la lógica de la ciencia, hay otras formas de comprobar la realidad de las cosas y por tanto su verdad: vivirlas.

En efecto, no tratamos de formular la explicación “científica” del placer producido por la música; simplemente lo vivimos. No buscamos la causa del enamoramiento; sencillamente nos dejamos llevar por la felicidad de ese sentimiento y lo disfrutamos. Sucede igual con los poderosos símbolos culturales, o se viven, o se ven como objetos sin sentido.

El desuso en el que han caído los símbolos culturales, se debe en parte a la crisis que viven las religiones del mundo. Agnes Heller ( La resurrección del Jesús judío. Herder, 2007) afirma que el papel de las religiones como referencia para explicarlo todo y regir nuestras vidas, se han transformado y hoy, las religiones del mundo deben aceptar un papel más modesto, como el de ser guías espirituales, y nada más. Es posible que eso sea cierto, pero yo creo que el rechazo actual a lo intangible mágico, obedece a una educación que estrecha nuestras mentes, que cree que nuestra subjetividad, el ser sujeto y actuar, se agota en la razón y su uso; pero eso es muy limitado, los símbolos son un espacio vital hoy abandonado.

Por fortuna yo crecí junto a mi abuela. Ella me daba confianza, me transmitía tranquilidad, me mostró lo que es la disciplina y el trabajo, la prudencia y la humildad, me enseñó a vivir una parte importante del simbolismo de mi cultura. Mi abuela fue una alta iniciada, pero creo que nunca se enteró de sus poderes.

No hay comentarios: