Al pueblo japonés, con nuestra solidaridad en estos momentos difíciles.
Siendo un niño de apenas 8 años, mi madre me contó un día sobre un suceso extraordinario:
Una señora de la séptima sección de Juchitán, había resucitado después de haber sido declarada clínicamente muerta. El hecho no quedó en la ya de por sí extraordinaria resucitación. La señora, de quien no puedo recordar el nombre, y es mejor así, narró a sus familiares parte de su sobrenatural experiencia.
Les dijo que el lugar al que había ido, era luminoso, en él se respiraba una paz que la llenó de una absoluta tranquilidad. Muy lejos estaban el nerviosismo, las preocupaciones, los temores, todo aquello que nos angustia o entristece en la tierra. Se sorprendió al sentir una alegría interna que nunca había experimentado, y pronto se dio cuenta de que se debía a la cercanía de un personaje masculino al que no podía distinguir bien, pero que supo era Dios personificado ante ella. Fue él quien le dijo que su tiempo no había llegado y que debía regresar a su vida terrenal. Antes de volver en ella, reconoció la voz de una anciana muerta hacía meses, quien le dijo: “Dile a mi hija, que se les olvidó meter en mi ataúd la jícara que se usa para el baño diario. Es urgente que me la envíen, y deben aprovechar el próximo fallecimiento de una vecina de la sección.” La voz dio el nombre de quien habría de morir.
Me dijo mi madre, que la señora revivida corrió a casa de la hija de la anciana y le dijo lo que su madre le había indicado: que pronto moriría su vecina y debían aprovechar su partida para incluir la ansiada jícara de baño. Los hechos ocurrieron tal y como lo predijo la voz de la anciana muerta. Semanas después de los extraordinarios acontecimientos, mi madre vio en el mercado a la señora revivida y a su regreso me contó la historia.
Lejos de cuestionar la veracidad de estos hechos, me hacen pensar en la forma cuidadosa en como se preparan los muertos en Juchitán para su partida definitiva de este mundo. Hablo de mi experiencia personal, no pretendo generalizarla.
Mi abuelo murió el 21 de abril de 1970, yo apenas había cumplido quince años. Me levanté por la mañana, me preparaba para irme a la escuela cuando escuché gritos y llantos. Hacía meses que mi abuelo yacía en su lecho de enfermo, víctima de un mal hepático y de múltiples complicaciones. La noche anterior a su muerte, pidió levantarse. Lo sentaron en la hamaca y quiso fumar, acabado el cigarrillo pidió de cenar y comió con buen apetito, dijo que se sentía mejor. Pensamos que el abuelo salía de su trance; pero estábamos rotundamente equivocados.
Por la mañana del día siguiente, a la hora en que me preparaba para asistir a mi primera clase a las siete de la mañana, mi abuelo empeoró súbitamente. Su esposa, mi abuela, estaba junto a él tomándolo de la mano, le acariciaba la frente y le susurraba al oído algo que no alcanzaba a escuchar. Mi abuelo emitía un sonido ronco al respirar con dificultad, de pronto, estiró su cuerpo y expiró larga y lentamente.
Mi madre, que se encontraba de pie, junto a la cama, al darse cuenta de la muerte de su padre, gritó llorando y pataleaba sin resignación. En ese momento mi abuelo, inexplicablemente, abrió los ojos. Al darse cuenta de lo que sucedía, mi abuela conminó enérgica a mi madre:”¡Cállate, que no dejas morir en paz a tu padre!
Después, de la manera más amorosa que nunca he vuelto a ver, volvió a acariciar el rostro de mi abuelo al mismo tiempo que le decía en zapoteco: “ Duerme mi amor, duerme tranquilo, que yo me ocuparé de nuestro hogar y nuestros hijos.” Mi abuelo cerró los ojos y partió.
Yo estaba atónito, no queriendo enfrentar la muerte de mi abuelo, salí hacia la escuela; nadie notó mi ausencia, la tragedia ocupaba todo y a todos. Regresé a casa a las tres de esa tarde, el cuerpo de mi abuelo se encontraba tendido en su cama al pie de la Mesa del Santo ( Mesha Bidó); una especie de altar con reminiscencias prehispánicas. Antes, en todas las casas de Juchitán había, en el espacio central, una Mesha Bidó, ahora, parece que la costumbre se ha perdido y en lo que se llama sala, el único altar es el que se ofrece al televisor.
Habían vestido y arreglado al cadáver de mi abuelo, sólo faltaba colocarlo en el féretro. En Juchitán, tienen un cuidado especial al vestir al difunto; si es mujer, la tarea es aún más laboriosa, porque hay que maquillar a la persona sobre todo si murió joven; aunque he visto casos donde se ha maquillado a mujeres mayores. Además del arreglo personal del difunto, se depositan en su ataúd enseres básicos para el aseo y, de manera especial, algo de dinero y una vela para el viaje que se supone emprenderá.
Depositaron el cuerpo de mi abuelo en el féretro, colocaron las cosas de aseo y las necesarias para el viaje, después inició la marcha fúnebre rumbo al panteón municipal de Juchitán. Lo enterramos la tarde del día 22 de abril, para siempre.
Hace unos días vi la película “Violines en el cielo”(2008), del director japonés Yojiro Takita. El título original es Okuribito que significa partida. El filme trata sobre Daigo, un joven músico que toca el violoncelo (Mashahiro Motoki) y cuya orquesta es desintegrada quedando él, sin empleo. Daigo regresa entonces al pueblo que lo vio nacer y que verá nacer a su hijo, porque su esposa, está embarazada y él aún no lo sabe. Busca trabajo y encuentra una oferta en el periódico: solicitan personal para preparar a personas que partirán. Daigo piensa que es una agencia de viaje, solicita el empleo y se lo dan, en realidad es un trabajo de nokanshi, personas que practican el arte de preparar cadáveres para el viaje definitivo.
El Nokan es una arte funerario, herencia ancestral del shintoismo, que aún se practica en Japón. Consiste en un ritual en el que el nokanshi, desviste, limpia, viste y maquilla el cuerpo del fallecido, todo ante la mirada de sus familiares, y lo hace de tal manera, que ellos nunca ven el cuerpo desnudo del difunto y sí observan la forma exquisita, amable y respetuosa como el nokanshi toca, acaricia, el cadáver.
Son impresionantes las escenas de la película en las que el maestro de Daigo y después éste último, preparan los cuerpos para la partida. El filme combina, inteligentemente, humor, drama y amor, pocas películas han merecido el Oscar a la mejor película extranjera como “Violines en el cielo”, que recibió el premio de la academia de ciencias y artes cinematográficas en el 2009.
Daigo, el personaje principal, al principio se avergüenza y hasta sufre el rechazo de su esposa y amigos por su oficio; se ve tentado a renunciar, pero algo le dice que está llamado al servicio del Nokan, y lejos de abandonarlo, se integra a él, tanto, que cuando presta el servicio vive una experiencia casi mística que lleva a los deudos a postrarse de rodillas ante él, para agradecerle. El filme tiene una desarrollo equilibrado, la música de fondo acentúa de manera muy apropiada las escenas, la fotografía es excelente y el final inesperado .Todo hace que ver la película sea una experiencia inolvidable, lo invito a verla.
Cuando comencé a escribir este artículo, nada ocurría en Japón; como todo mundo ya sabe, el jueves 10, viernes para los japoneses, esa región del mundo sufrió un terremoto de intensidad catastrófica. Un Tsunami le siguió y muchos, no sabemos aún cuántos, han muerto. Por si todo esto no fuera suficiente, un desastre nuclear se avecina. Por desgracia, no habrá manera de despedir a los fallecidos como lo acostumbra la noble cultura nipona.
Los japoneses son un pueblo Samurai y han sorteado con sabiduría, valor y estoicismo muchas tragedias en su larga historia; no tengo la menor duda de que saldrán airosos de ésta. Para ellos nuestras condolencias y solidaridad.
samaeldobeela@aol.com
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