Oí hablar de Don Andrés Henestrosa un sábado por la mañana en casa de Don Herón N. Ríos. Por aquel entonces, tal vez 1964, cuando apenas tenía nueve años de edad, gustaba de estudiar la Biblia en aquel pequeño recinto que era el recibidor de la casa de los Ríos, que hacía las veces de templo adventista.
Me asomaba entonces a la religión con los ojos asombrados de quien descubre a Dios por sí mismo, digo, leyendo la palabra sagrada sin la mediación de un sacerdote. La familia a la que me sumaba en esos sábados adventistas era la de mi primo Jesús Vicente Vásquez, y era su padre quien nos guiaba al templo, como Moisés al pueblo elegido por el desierto.
Fue uno de esos sábados que, como ya comenté, oí hablar de Don Andrés, quien quizás visitaría Juchitán en plan de reposo o de negocios, no lo sé. Lo cierto es que se hablaba de él con familiaridad y respeto. Su nombre pronto escapó de mi joven memoria, que estaba entonces más ocupada en aprender algún versículo del Viejo Testamento.
Muchos años después, tal vez en 1978, lo vi en persona en el aeropuerto de la ciudad de Oaxaca, y a pesar de que por aquel entonces era un muchacho irreverente, me acerqué a él y lo saludé llamándolo Maestro.
No sé por qué lo hice, pues en aquel año, apenas y había ojeado alguna de sus obras más conocidas: “Los hombres que dispersó la danza” y “Carta a mi Madre”.
Con el tiempo y la adecuada madurez, la figura de Andrés Henestrosa se fue agigantando en mi conciencia. Comencé a leer sus obras con más interés y cuidado. Así me fui adentrando en su vida, si bien a través de libros, artículos y revistas.
Fue por medio de algunos amigos comunes que tuve la oportunidad de acercármele muy pocas veces; pero en ellas tuve la ocasión de escucharlo hablar, disertar sobre algunos tópicos; pero sobre todo, oírlo y verlo bromear como era característico en él.
Tiempo después el tema de Henestrosa comenzó a tener en mí, visos de obsesión. Leía todo lo que se relacionaba con él: sus escritos, las biografías, los relatos anecdóticos, lo escrito acerca de sus amistades y enemistades, y más recientemente, he leído la obra de Margarito Guerra:“Andanzas y Recordanzas”, cuya edición fue hecha por Miguel Ángel Porrúa; obra en la que los chistes e historias, contadas por Don Andrés con tanta amenidad, y recreadas por la pluma de Margarito, no tienen desperdicio .
Fue entonces que se me ocurrió comentar brevemente el contenido de la obra, sin intentar reseñar aquello que no tiene manera de hacerse; porque el lector para disfrutar del libro, tendrá que leerlo. Me propongo apuntar algunas reflexiones que me provocó su lectura.
Andrés Henestrosa nación el 30 de noviembre de 1906, y el 28 de diciembre de 1922, llegó a la Ciudad de México, para consagrar sus primeros 16 años con sufrimiento.
México en aquel entonces era un país recién salido de una revolución violenta, en la que el heroísmo se mezcló con sangre, con la traición y otras bajezas. Un México lleno de esperanzas, un México que buscaba con ansiedad su futuro, pero que sobre todo, buscaba su identidad.
En todos los ámbitos se buscaba renovar a México: en la política intentando construir un nuevo sistema, en la filosofía buscando romper con el positivismo y dar lugar a un pensamiento renovado; pero quizá en el arte fue donde con mayor fuerza se expresó esa búsqueda por construir una nueva identidad.
En el pasado algunos países habían logrado su cometido: la Roma imperial cuyo lenguaje, el latín, se convirtió en sinónimo de sabiduría incluso hasta bien entrado el siglo XVII, mucho después de la caída del Imperio; sufrió sin embargo la arrogancia de la Francia de los Luises que supo imponer al francés como la lengua internacional: la de la diplomacia, y después del arte. Pero el domino del francés no se consolidó hasta el siglo XIX, cuando surgió el movimiento que habría de caracterizar la lucha del arte por el arte.
Fue un movimiento poderoso y embriagante. En el centro de su vorágine perecieron grandes poetas, narradores, pintores y dramaturgos, decididos a morir de hambre y en la más espantosa miseria, antes que ceder a los encantos del poder y del dinero.
Fue sin duda la bohemia francesa la que concluyó el trabajo que las clases ilustradas habían iniciado dos siglos antes. Pero el francés corrió el destino del latín al que había desplazado y pronto otras lenguas europeas, hasta entonces dialectos de un mismo tronco, exigieron su derecho a la expresión artística. Ese fue el caso del alemán. El romanticismo alemán que buscó su veta literaria en sus mitos y folclore, inició prácticamente con la difusión de las ideas de Johann Gottfried Herder, a finales del siglo XVIII.
Herder postulaba un regreso a las fuentes populares: a sus historias locales, a sus mitos y leyendas. Sostenía que el genio literario de los pueblos estaba contenido en su lengua popular y el efecto de estos postulados, se imprimió en las mentes de quienes serían después la expresión más pura de la literatura germana: Hörderlin, Schlegel, Shelling, Hegel, Schleiermacher, Humboldt y otros muchos. (Casanova: 2001)
No intento despreciar la gestión literaria de otras lenguas como el inglés o nuestro propio castellano; pero por el momento me basta con reseñar lo sucedido con el francés y el alemán, para sostener la idea de que en estos países, la identificación de su “núcleo” literario, que en el francés fue el dialecto que se hablaba en la corte de los Luises, y en el alemán la matriz que protegían las tradiciones populares, lo que orientó su desarrollo posterior. Pero lo anterior no fue suficiente, lo que realmente hizo posible la construcción de su corpus literario (Bourdieu:1995), fue la independencia de su República de las Letras, gracias a ese sector de los artistas, en el caso de la literatura, que supo defender su independencia del poder político y del económico y construyó sus propios cánones para valorar lo estético.
Cuando Andrés Henestrosa llegó a México, se había iniciado un movimiento similar en el arte. Grupos de artistas buscaban romper con la tutela de un Estado que, debilitado por la lucha armada, parecía ofrecer un lado flaco que intelectuales y artistas ansiaban aprovechar. Por otro lado, la economía no ofrecía aún grupos poderosos que pudieran imponer sus moldes al desarrollo de las artes.
Estas condiciones, descritas por mí de manera sucinta en exceso, permitieron el nacimiento de grupos germinales, como lo fue el caso de los llamados “Ulises”, en el que militaban Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, y desde luego el inolvidable Salvador Novo, que años después darían forma al grupo de los Contemporáneos.
De igual manera se daba en la pintura con Diego Rivera y sus seguidores y con Manuel Rodríguez Lozano, quien más fiel al intento de independizar a la República de la Pintura, exigía un credo del arte por el arte, en el que él era el Sumo Sacerdote, pero que en su puesta en práctica, provocó, en lo personal, dolorosos dramas sentimentales.
En la filosofía, quizás José Vasconcelos y Antonio Caso representen mejor esos intentos que llamo germinales.
Tengo la impresión de que en México, esos notables esfuerzos no culminaron en la construcción independiente de nuestra República de las Artes, y particularmente la de la Literatura.
El grupo de los Ulises, a pesar del apoyo e impulso que le dio Antonieta Rivas Mercado, no logró establecer una suficiente distancia crítica del poder y después con los dueños del dinero. José Vasconcelos se rebeló ante el poder establecido al punto que lo llevó a intentar una nueva revuelta armada, que afortunadamente, por prudencia o por temor, no llevó a cabo. Con todo, terminó después siendo asimilado por el régimen institucionalizado de la revolución mexicana.
Sólo Manuel Rodríguez Lozano se mantuvo con la trágica firmeza que lo llevó al exilio interior y después a la postergación. De cualquier forma el capullo no llegó a florecer con libertad.
Andrés Henestrosa convivió con todos ellos, y eso hace de su vida uno de los hilos conductores del desarrollo del arte en México, y de su peculiar derrotero. Desde luego, participó activamente en ese heroico esfuerzo por darle vida e independencia a lo que pretendían fuera la República de las Letras Mexicanas.
“Los Hombres que dispersó la danza”, parecen responder al llamado de Herder de un retorno a la matriz popular, y no sólo se observa en el caso de la Opera Prima de Andrés Henestrosa; muchos otros movimientos artísticos en el México de esa época presentan esa semejanza. Quizá el primero fue ese intento de construir lo que se llama la Novela de la Revolución, que en una situación de anomia nacional, algunos intentaron construir una nueva estética y un nuevo contenido para la incipiente novela mexicana ( Aguilar Mora: 1990)
Las otras obras propiamente literarias de Henestrosa, parecen responder a otra matriz histórica. Pero no es mi intención realizar un análisis crítico de la literatura en México, sino destacar sólo un detalle:
El denominador común de esa generación es su alta sensibilidad y maestría en el uso del chiste y la ironía, que poco usaron para construir su literatura, aunque Novo pudiese ser en cierta forma la excepción, pero que emplearon cotidianamente para tejer sus propias relaciones. La generación del chiste, los llamó Rubén Salazar Mallén para denigrarlos.(Bencomo:2001)
Llama poderosamente mi atención esa actitud ante la vida. Pareciera ser la forma en como Andrés Henestrosa y su generación, ante la imposibilidad de lograr su independencia, deciden adoptar una actitud atípica y en ocasiones escandalosa ( Lourau: 1980) cuya expresión, al igual que en la Ilustración, es la ironía, transformada por nuestro carácter en el chiste.
Frente al orden establecido esos jóvenes se alzaron ridiculizándolo, poniéndose de cara a su intento de controlarlo todo. Salvador Novo, por ejemplo, quien con su poesía de hermosa delicadeza y cortante filo a veces, puso en la picota al régimen opresivo que surgió de la revolución. El más inteligente y propositivo fue Jorge Cuesta; también duro crítico de los que creían hacer literatura cuando sólo reproducían las costumbres aceptadas por los generales revolucionarios.
Nuestra literatura buscaba entonces construir su identidad a partir de la crítica a veces libidinal, a veces ideologizada, a veces con la intensión de regresar al mecenazgo, a veces a partir del aislamiento. Como quiera que haya sido, fueron esos jóvenes que en México intentaban demarcarse de lo establecido, escribiendo y llevando una vida que retaba constantemente a la moral de la naciente burguesía mexicana.
Pero a esos jóvenes rebeldes les faltaba algo que Andrés Henestrosa poseía de modo personal e íntimo: su desapego por todo lo material, su renuncia a pertenecer a un lugar que no le correspondía, su desenfado ante una vida llena de sufrimientos, pero sobre todo, esa natural ironía que le permitía burlarse de todo, hasta de sí mismo.
Andrés Henestrosa no buscaba usar el arte para construir una bohemia que, incluso por su origen indígena, le resultaba ajena. Así como los literatos, pintores, escultores y otros artistas, establecieron la bohemia europea como símbolo de la independencia del arte frente al poder, en la Francia del siglo XIX, así Andrés impuso un modo de vida con un estilo que sería después, el canon de lo bohemio para muchos artistas mexicanos.
Pero es en el nudo que constituyó la existencia de Andrés, en donde a partir de las relaciones y situaciones vividas, que el espíritu de rebeldía afloraba con espontaneidad freudiana, en forma de chiste o del trato irónico que se le daban con pasmosa facilidad.
No habrá que ver, en las bromas y forma de trato de Henestrosa, otra cosa que su especial manera de destrozar a un mundo hostil y recrearlo a modo de disfrutar con autenticidad su vida de artista, su manera de coexistir con la literatura.
Por eso, aquella frase de que “Andrés nos destroza”, que se arrojó desde la tribuna de una juventud obcecada, con la que después se reconciliaría, terminó siendo la fórmula que sintetiza el sentimiento de cobardía de quienes no nos atrevemos a practicar el arte de la vida como lo hizo Andrés.
El sentido irónico de su conducta se manifestó muy temprano en su juventud. Desde cuando José Vasconcelos le preguntó por Montenegro, que se encontraba hospitalizado y de quien afirmó que era de una constitución fuerte, a lo que el joven Andrés respondió: “Desde luego, es de la constitución del 57”.
O cuando su entrañable amigo Alí Chumacero se encontraba postrado con un pie enyesado y con aparente irreverencia le preguntó: ¿Alí y ahora cómo harás para escribir?
O cuando dictó la versión de su biografía, en donde a cada párrafo le guiña el ojo al lector diciendo, por ejemplo, que de niño y en las noches de luna, le gustaba subir a las altas montañas que rodean su pueblo, cuando quienes conocemos Ixhuatán, sabemos que sólo tiene, si acaso, algunas pequeñas lomas.
Andrés era un iconoclasta que, al contrario de Víctor Hugo, destruía su propio mito: Andrés Henestrosa.
Dijo un día que siempre había sido un vago y lo seguía siendo, o que estaba por escribir la página que lo haría inmortal. Su actitud básica era la ironía. Tanto, que alguno de sus amigos intelectuales pensaban que nada se tomaba en serio.
Y en efecto, no quería nada con ese tipo de “seriedad” de la llamada “gente de razón”, que vive con el temor de que el dinero le alcance para terminar el mes, que sueña con ser poderoso para cumplir con sus deseos inconfesables, que ensalza a su jefe y hasta le llama “mi padre”, que predica una moral que en secreto detesta y que con gusto se lanzaría a una vida desenfrenada si tuviera el valor de hacerlo. No es esa la “seriedad” que vi en Andrés.
Otros aún le reclaman su posterior entrega al poder. Y es verdad, la pobreza y los sufrimientos que soportó con estoicismo, no los quería para su esposa y su hija. Cuando declaró lo anterior, que tenia tintes de confesión, terminó ironizando como siempre al decir: “es que López Mateos, prometió hacerme gobernador del estado de Oaxaca.”
Indagar con profundidad el sentido del chiste y la ironía en Andrés Henestrosa, quizá permita comprender en parte, por qué la literatura mexicana, no logró constituir un campo autónomo frente al Estado y el poder Económico. Por qué muchos de nuestros artistas no pueden vivir fuera del alcance del Ogro filantrópico. ¿Qué le hace falta a la República Mexicana de nuestras Letras para alcanzar el estatus sublime de una literatura comprometida con ella misma y sus creadores?
No lo sé, sin embargo, si tuviera que escribir los nombres de los próceres que intentaron la primera revolución de independencia de nuestra literatura, sin duda incluiría a Don Andrés Henestrosa.
Ese es el sentido de la ironía y del chiste en ese istmeño ejemplar. Algo de ello encontrarán en el libro que les mencioné de Margarito Guerra.
Guerra, Margarito. Andanzas y Recordanzas. Miguel Angel Porrúa. 2008
Casanova, Pascale. La república mundial de las letras. Editorial Anagrama. 2001.
Bourdieu, Pierre. Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Editorial Anagrama.1995
Aguilar Mora, Jorge. Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la revolución mexicana. Editorial Era. 1990.
Cruz Bencomo, Adán. Henestrosa, nombre y renombre. Editorial Diana. 2001.
Lourau, René. El Estado y el inconsciente. Ensayo de sociología política. Editorial Kairós. 1980.
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