sábado, 16 de mayo de 2009

VOLVER A SER MAESTRO

El 15 de mayo recibí algunas felicitaciones de amigos, mismas que agradezco; aunque hace ya tiempo que no doy clases; ni enseño con el ejemplo, porque no creo ser un modelo a seguir.

Pero las felicitaciones provocaron en mi una reflexión:¿ volvería a dar clases?

La respuesta es sí, con algunas condiciones. Salvo en el caso de los niños, me refiero a los pequeños de preescolar y primaria, sólo le daría clases a los adolescentes, jóvenes o adultos que estuvieran dispuestos a ser aprendices.

Lo anterior implica que me reconocieran la calidad de “maestro”. Aquí asoman ya las dificultades. Los imaginarios solicitantes, podrían aceptar ser aprendices de: estudiante, ciudadano, científico, profesionista, etc., etc. Lo anterior implica que yo tendría que ser una persona que dominara cualquiera o todas esas ocupaciones; lo cual no se cumple ¿Entonces?

Pues tendría que conformarme con la condición de que ellos aceptaran la guía de alguien, igual de imperfecto que ellos, pero con más experiencia y algunas habilidades pedagógicas. Lo importante es señalar que para construir una relación pedagógica, se tiene que aceptar una autoridad, aunque ésta tienda poco a poco a diluirse en un grupo en el que todos colaboran para aprender.

En las escuelas de ahora, las cosas no se dan de esa manera. Al maestro lo toman como un sirviente, quizás como el antiguo esclavo que conducía a los niños a su maestro o al gimnasio griego. Muchos padres de familia, entregan a sus hijos a la escuela pensando que el maestro debe cumplir los caprichos de sus retoños, y a la menor queja de estos, se exige sanción al criminal que osó lesionar los derechos del niño o de la niña. Desde luego no me refiero a los delitos que eventualmente pueda cometer un docente ( discriminación, golpes, violaciones, etc.).

Por otra parte, los directivos de algunas escuelas, sobre todo particulares, tratan al maestro como a un empleado más. No consideran sus opiniones o recomendaciones como dictámenes de experto. Muchas veces se le obliga a actuar contra lo que recomiendan sus conocimientos pedagógicos, o lo que es peor, contra sus principios éticos.

En las escuelas de nivel medio o superior, las cosas, en ocasiones, se ponen peor. Los estudiantes exigen sus calificaciones con independencia de lo que aprenden, presionan a sus maestros, a veces con violencia y aquellos termina por ceder, quizás no por miedo a sus “alumnos”, sino por temor a las represalias de la administración si esta se da cuenta de que no “controlan” al estudiantado.

Lo anterior me ha llevado a concluir que no se puede enseñar al que no quiere; lo que no significa que el que “no quiera ser enseñado”, no pueda aprender ciertas cosas solo.

Pero si todavía pensamos en la necesidad del maestro, la situación anterior podría resolverse de dos maneras:

La primera consiste en esperar a que alguno (s), solicite(n) la enseñanza y entonces convenir con él los términos en los que se podría llevar a cabo la experiencia.

La segunda podría ser ofrecer la enseñanza y plantear que el ingreso a la clase sea voluntario.

La segunda opción la puse en práctica en la universidad en un curso sobre “Historia de las doctrinas filosóficas”. Se les informó a los alumnos inscritos, que debían asistir voluntariamente al curso, y que los demás podían seguir una guía para su estudio autodidacta. Yo pensé que me iba a quedar con dos o tres estudiantes; pero no, me sorprendió ver que el salón de clases estaba repleto, y que semanas después llegaban estudiantes de otros grupos a participar de la experiencia. Algunos amigos profesores llegaron a participar en el curso, y debatían con los alumnos y desde luego con su servidor. Eran los tiempos en los que intentábamos construir en Oaxaca un nuevo modelo de universidad.

Aunque los debates, los trabajos presentados y los exámenes aplicados, indicaban que los alumnos “aprendían”; no puedo asegurar que dominaran la materia; pero si estoy seguro de que aprendieron a asumir un compromiso académico con ellos mismos.

Una experiencia que refleja la primera opción, la viví en el proyecto de la Escuela Normal Superior del Istmo, en un proyecto con la Universidad de Guerrero, si no recuerdo mal. Recibí entonces la invitación de los directivos de la escuela, para impartir un curso-taller sobre “Metodología de la investigación educativa”; les contesté que sí con la condición de que los maestros-alumnos aceptaran que yo impartiera el curso, y no que se me presentara como el “docente designado”. No sé si lo hicieron, pero me dijeron que estaban de acuerdo y así comenzó la experiencia.

Empecé negociando con los estudiantes las condiciones para trabajar juntos el curso, con el énfasis en que yo esperaba un compromiso de ellos con su propio aprendizaje. Organizaron varios equipos de trabajo y cada uno definió su “proyecto de investigación”, sobra decir que tuve que orientar la experiencia para que los proyectos se acercaran lo más posible a un verdadero proyecto de investigación, y enseñar así algunos métodos y técnicas elementales de investigación.

La experiencia fue extraordinaria. Los muchachos no sólo trabajaban de lunes a viernes; ¡se reunían los sábados y domingos a discutir sus proyectos y me obligaban a asistir a sus reuniones! Digo “me obligaban”, porque en mi contrato no estaba estipulado trabajar esos días. Eso me enseñó que un docente tiene que asumir las consecuencias de desatar los demonios del aprendizaje autónomo. Algunos de mis, entonces, estudiantes aún recuerdan con cariño esa experiencia.

Desde luego también tuve fracasos; pero también de ellos aprendí que la clave es que el estudiante asuma el compromiso de aprender; si lo hace de manera autodidacta, el compromiso queda claro; pero si requiere de un enseñante, debe antes reconocerlo como la autoridad que guiará la experiencia.

En el trato con los pequeños, el compromiso se asume con los padres y el papel del maestro es establecer una relación con el niño, de tal manera, que vea en el maestro a un niño disfrazado de adulto que lo comprende, pero que extrañamente parece tener más experiencia y lo lleva por caminos divertidos a vivir experiencias interesantes.

Para estar en capacidad de realizar lo anterior, el maestro debe comenzar por asumirse como un profesional y no como un burócrata que presta un servicio. Tendrá que demostrar que en efecto es un profesional, que parte de la autoridad que le da su formación, se guía por una ética firme e inviolable y está entregado de tiempo completo a su ocupación y por eso vive de ejercerla.

No es fácil asumir esa postura, porque no es fácil asumirse como profesional, en ningún campo, no sólo en el de la educación. Es más fácil someterse al rol de burócrata que atiende un changarro que no es de él, que le pagan por estar allí y que el único compromiso que asume es el que tiene con quien le paga, mientras le paga y que además puede dejar el changarro en cualquier momento. De modo que el usuario llega a solicitar el servicio y lo tiene que recibir de quien esté, a la hora que esté y como esté.

No hay una relación entre sujetos libres, es decir, uno que quiere aprender y otro que quiere ejercer su profesión de enseñar aprendiendo. ¿Es posible transformar esta situación en las escuelas públicas y particulares? Si, la condición es que el maestro se asuma como un profesional de su campo y no como un burócrata asalariado. La muestra la ponen los médicos cuando no ejercen como profesionistas libres y son asalariados de una institución: su proceder sigue siendo libre y sólo puede ser observados por otros médicos autorizados por su gremio, pero no por la institución por sí misma, aunque ésta les pague.

¿Cómo lograron los médicos este status profesional? Es una larga historia, que haré sucinta.

Antes, el estatus de profesión la adquirían aquellas ocupaciones que ejercían las clases poderosas: la nobleza, los adinerados. Eran por lo regular ocupaciones tales como el sacerdocio, la medicina y la abogacía.

La diversificación de las ocupaciones debido a la revolución industrial, provocó que otros oficios reclamaran el estatus de profesiones, ya que entre otras cosas, además del reconocimiento social, garantizaba el monopolio sobre algunos campos, como el de la medicina, en el que sólo se puede ejercer con el título debidamente reconocido y sancionado por el Estado.

En vista de que las ocupaciones “plebeyas”, no tenían la marca de su origen social, en Europa comenzaron a conquistar los espacios de universidades de alto prestigio y por lo regular tuteladas por el Estado. Así, las ocupaciones “plebeyas” comenzaron a ser reconocidas como profesiones al igual que las ocupaciones de estatus.

En los Estados Unidos y en Inglaterra, las cosas no sucedieron así. Las ocupaciones “plebeyas”, si bien ocuparon los espacios de universidades prestigiosas, enfatizaban su carácter de ocupaciones con fundamentos científicos que le daban autoridad, una identidad gremial fundada en una ética inviolable o cuya violación tenía como consecuencia la expulsión del gremio, y por tanto la incapacidad para ejercer la ocupación, todo ello de cara a una sanción del Estado que les garantizaba el monopolio legal de su campo mediante el título.

La docencia no ha recorrido este ciclo de constitución de la profesionalidad de su ocupación. Hoy en día, para garantizar el monopolio de su campo, parece recurrir más al poder ejercido por su gremio, que a la garantía que pudiera darle a la sociedad, el ejercicio científico y ético de su ocupación.

Está predominancia del gremio, parece que limita las posibilidades del maestro para construir su profesionalidad; porque es el gremio el que parece simular que existen las condiciones para un ejercicio profesional de la docencia, pero en los hechos, los maestros son tratados como simples asalariados, no sólo por sus patrones, sino por su propio sindicato.

Me parece que la clave para superar todo esto, es “reconstruir” la relación pedagógica, haciéndola una experiencia que sólo puedan vivir seres libremente asociados, para aprender. Tal vez esto dé lugar a otros cambios, y veamos por fin lo bueno que será volver a ser maestros.

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