Los huaves
Salimos de la ciudad de Oaxaca poco después del medio día el primero de febrero, nuestra intención era llegar a Juchitán por la noche, descansar y salir rumbo a San Mateo del Mar para disfrutar de la fiesta dedicada a la virgen de la Candelaria, la patrona de esas tierras.
El plan del viaje al Istmo de Tehuantepec obedecía al compromiso de presentar en Juchitán, el día 4 de ese mismo mes, el libro “Oaxaca 2010, voces de la transición”, del que soy coautor y fue editado por Carteles Editores, de nuestro amigo Claudio Sánchez Islas. Como la fecha de la presentación se ligaba a un “puente” largo, a los que ya nos estamos acostumbrado y que nos crean tan mala fama en el extranjero, decidimos aprovecharlo ante la imposibilidad de cambiar el estado de cosas.
Como nuestros amigos Margarito Guerra y Romy nos ofrecieron hospedarnos en su casa de sobrio estilo zapoteca, mi esposa Leticia y yo, podríamos pasar con mayor tranquilidad nuestra estancia en el Istmo y de paso realizar algunas tareas pendientes, una de ellas, como he mencionado, era visitar San Mateo del Mar.
De pequeño conocí a ese municipio mareño, mi madre, comerciante como muchas mujeres istmeñas, me llevaba a sus viajes a tierras ikoods. Las casas de palma con amplios patios son características de los huaves, la fina arena que llenaba sus calles obligaba a caminar de cierta manera: con los pies hacia dentro como remando con ellos. El agua se sacaba de pozos poco profundos que cavaban cerca de las casas y recubrían con petates para evitar derrumbes; de esos pozos bebíamos un agua de un sabor dulce que contrastaba con la cercanía de la mar salada. Por las noches, los niños salíamos a jugar a la luz de la luna que volvía de plata la tierra que llenaba al pueblo. A lo lejos, cuando el brillo lunar lo permitía, se alcanzaban a ver las dunas, impresionantes esculturas que asemejaban pequeñas montañas de talco. Más tarde nuestros padres nos llamaban para cenar pescado o el famoso mengue, con una tasa de café, para después dormir en un petate o dáa, sobre la tibia arena del piso de la casa ikood.
Salimos de Juchitán por la mañana después de tomar un desayuno. En coche, tardamos un poco menos de una hora en llegar a San Mateo por el camino que, de Salina Cruz, conduce al pueblo. El paisaje sigue siendo hermoso, pasamos por el río de Huilotepec con sus rápidas aguas de un verde obscuro, y transitamos por el serpenteante camino a San Mateo, que atraviesa una planicie, que hace millones de años fue el fondo del mar.
Al llegar al pueblo, hicimos una parada en el lago que lo cruza. Unas fotos junto a él y a una vieja canoa huérfana de pesca, bastaron para fijar el paisaje, espero que para siempre.
Caminamos rumbo al centro de la población bajo un sol radiante, de pronto, una niña nos ofrece gritando: “¡Compren gueta Bingui!”. Gueta Bingui es la expresión zapoteca para el mengue huave. Nos sorprendió que la niña ikood, se refiriera de esa manera a una manjar tan propio de esas tierras, pero eso era apenas el principio de las sorpresas.
Conforme avanzábamos hacia el centro del pueblo, fuimos contemplando el desastre que dejó la suburbanización de San Mateo, que Víctor de la Cruz llama el efecto Pemex.
Las casas de palma fueron suplantadas por horribles barracas de blocks de cemento apilados sin ton ni son. Los amplios patios se estrecharon y hasta la arena que cubría las calles huyó ante la calamidad de un progreso de bajo octanaje.
Llegamos a las calles del centro, llenas de gente y de puestos, convertidas en un enorme y alegre tianguis donde las voces que se escuchaban no eran dichas en huave, sino en zapoteco. La asimilación cultural de los ikoods por los zapotecas de juchitán, si no es inevitable, es espantosa, hasta en las fondas se ofrecían garnachas con pollo y pescado a la “tequita”.
En uno de los puestos nos esperaba una agradable sorpresa, descubrí entre la gente a mi talentosa amiga, la cantante y psicóloga, Susana Harp, más bella que antes y como siempre alegre y cariñosa. La abracé y saludé con el afecto acumulado por años y platicamos brevemente y, sin despedirnos, volvimos a alejarnos. Ella se presentaría por la noche en un recital en el marco de la feria de San Mateo del Mar, no pudimos asistir y lo lamento.
Después de visitar a la virgen de la Candelaria en su templo, y verificar que las famosas campanas que aún quedan en San Mateo, siguen allí, nos fuimos a comer a una fonda del pueblo. Saciada el hambre y adormilados por el calor y las cervezas, iniciamos el retorno a Juchitán y dijimos adiós al lugar donde antes estuvo el San Mateo de nuestra infancia.
La visita nos dejó en la boca un sabor parecido a la amargura, aunque todos: Romy, Leticia, Margarito y yo, seguimos amando al pueblo ikood, nos pareció haber visto su declive. Coincidimos todos en que el pernicioso efecto Pemex no ha alcanzado a Juchitán, pero otros factores lo pueden afectar igual que al pueblo huave y hacerlo desaparecer del mapa. Mucha razón tiene Moisés Cabrera cuando al llamar por teléfono me dice: “Si Juchitán sigue en el mismo lugar, me lo saludas”. Lo hice.
Cosmología zapoteca
Después de visitar San Mateo del Mar, el tercer día de nuestra estancia en el Istmo de Tehuantepec lo pasamos en Juchitán. Esperábamos la llegada de Claudio Sánchez, quien además de presentar el libro “Oaxaca 2010, voces de la transición”, pretendía tomar algunas fotografías para una obra que tiene en preparación, así que reservamos las entrevistas con las personas con quienes haría las sesiones de fotografía y pensamos invitarlo a comer a Xadani.
Xadani es una población cercana a Juchitán cuyo nombre significa: bajo la montaña o al pie del cerro, es famosa en la región por sus totopos (gueta biguíi), pero creo que pronto lo será por toda su comida. En Xadani se puede disfrutar de una variedad de pescados al horno de un sabor exquisito, queso y camarones frescos, hueva de lisa, atole de maíz, chocolate o champurrado y pan. Cuando la temporada lo permite, se pueden saborear algunas carnes deliciosas como las de venado y conejo.
La gente de Xadani es amable y hospitalaria, pero hay además un detalle importante para estos tiempos de crisis: lo que allí podemos consumir, es muy barato. En esta población vive un entrañable amigo, que por respeto a su privacidad no menciono su nombre. Lo importante es que ahora realiza una investigación sobre la presencia de las matemáticas en la cultura zapoteca. Una buena parte de su estudio tiene como objetivo encontrar o construir los términos zapotecos que refieran a los correspondientes conceptos matemáticos en español, con el propósito de facilitar la enseñanza y el aprendizaje de las ciencias en lengua zapoteca.
Como Claudio difirió su llegada a Juchitán para el viernes cuatro de febrero, la visita a Xadani no pudo realizarse; pero de cualquier forma, aprovechamos para invitar a varios amigos a la presentación de nuestro libro, revisamos las novedades en la pequeña librería de la Casa de la Cultura de Juchitán y logré adquirir un ejemplar de la obra póstuma de Macario Matus: La revolución en Juchitán (2010, Conaculta-Gobierno del Estado de Oaxaca), una serie de entrevistas con personajes que participaron o fueron testigos presenciales de la rebelión de José F. Gómez, Che Gómez, testimonios acerca del general Heliodoro Charis Castro y otros personajes de la revolución; está por demás decir que es de obligada lectura.
Ya cerca de las dos de la tarde, decidimos trasladarnos a uno de esos centros de cultura que en Juchitán llaman cantinas. No sé por qué, me acordé de los pubs de los malogrados ingleses, quienes sacrificaron a Oscar Wilde (1856-1900), uno de sus más brillantes escritores, por el supuesto delito de ser homosexual, hecho que en Juchitán nunca hubiera ocurrido. Quizás me vino el recuerdo porque es frecuente que en los bares atienda la mesa un muxe, pero no fue nuestro caso.
Llegamos a la cantina y entorno a la mesa estábamos: Moisés (Ches) Cabrera, Víctor de la Cruz, Margarito Guerra, Juan Guadarrama Méndez, Sergio Flores, Rey León y yo. Como es costumbre en esos lugares, hablamos de todo y de nada, pero poco a poco, conforme las cervezas, las botanas y mezcales fueron acumulándose en nuestros cuerpos, algunos temas tomaron forma. El primero, casi inevitable, el de las mujeres, pronto cedió sitio al segundo, el de los recuerdos personales y anécdotas divertidas, el tercero fue casi obligado: el zapoteco o didxazá. Cuando un grupo de juchitecos se reúne, al principio o al final, pero en algún momento surge la necesidad de reflexionar o dialogar acerca de las palabras que necesitamos para expresarnos mejor en nuestra lengua; palabras que hay que descubrir o inventar, pero nunca dejar al olvido.
En ese ambiente de risas y bromas, surgió el tema de una reciente publicación de Víctor de la Cruz: “Ti Libana Nucaachi’ Lu. Un discurso matrimonial escondido” (2010, Carteles Editores). Para quienes no son de Juchitán, ni hablan el zapoteco, y tampoco son profesionales de la lingüística, debo explicarles brevemente que en la búsqueda de palabras primordiales del didxazá, las canciones, dichos, versos sueltos y sermones, son una fuente inapreciable, porque además de poner al descubierto vocablos o expresiones olvidadas, permiten recuperar su posible pronunciación original.
El sermón que Víctor de la Cruz recupera de su padre y publica en el folleto citado, revela la manera en cómo los antiguos sacerdotes zapotecas santificaban el matrimonio; pero lo más interesante, es que muestra la existencia de un lenguaje esotérico, en el mejor de los sentidos, es decir, una forma de hablar con cierta significación literaria que sólo los iniciados comprenden y que plantea verdaderos retos a la semántica de algunas expresiones.
Este puede ser el caso de una misteriosa palabra: gabi’, que en el contexto del sermón, podría indicar redondez, pero no cualquier redondez, sino aquella referida a la tierra, y yo iría aún más allá: a una convexidad de la tierra.
Cuando uno piensa en nuestro planeta, se imagina una pelota, una esfera cuya superficie azul y marrón es cóncava; pero esa misma esfera, vista desde dentro, muestra una superficie convexa. Gabi’ podría significar la redondez de una tierra que es habitada por dentro, como una esfera hueca, o de una esfera contenida por otra, desde cuya superficie puede apreciarse el cielo convexo que la cubre.
Pero todo aquello fue mera especulación, producto de una plática de cantina. Lo cierto es que en aquel momento, saturados de vino y de botanas, nos sentíamos capaces de desentrañar los más profundos misterios del cosmos.
En lo más animado de la tertulia, las copas en alto y las voces en cuello, los celulares comenzaron a sonar, la realidad nos hizo abandonar no sólo la plática, sino también aquel templo de Atenea y de Dioniso. Las esposas reclamaron su parte del festín y alegres, las llevamos a cenar al nuevo negocio de una amiga. Pero eso será acaso, motivo de otra historia.
La Casa de María Urbieta
El 4 de febrero no llegó ni antes ni después, sino justo a tiempo. La noche anterior cenamos en el nuevo negocio de nuestra amiga Victoria sobre la calle de Efraín R. Gómez en Juchitán. Un lugar con un amplio patio rodeado de plantas y árboles adornados con tubos de luces, como los que se usan ahora en temporada navideña. La mesa, montada de manera especial para la ocasión, estaba instalada en el corredor de la casa, al lado de la cocina, de modo que por la ventana que los comunica, uno podía observar el proceso de preparación de los alimentos.
Aunque Victoria estudió arte dramático, decidió incursionar en la cocina, donde la creatividad y el buen gusto, si se aplican bien, rayan en lo artístico. La inclinación le viene de su madre, Doña María Urbieta, quien durante toda su vida se dedicó a la ardua tarea de elaborar y vender garnachas en uno de los portales del centro de la población. Su trágica muerte a causa de una bala perdida que la hirió mientras cocinaba en su puesto de garnachas, dejó a Victoria marcada para siempre.
La Casa de María Urbieta es un edificio con techo de dos aguas, de tejas rojas en parte ennegrecidas por el paso del tiempo. Una amplia sala que fue a la vez recibidor, recámara y comedor, le da el toque ya nostálgico de las casas juchitecas. Las paredes recubiertas de un estuco blanco que después fue pintado de rosado, resistieron los más de cien años que tiene la casa de haber sido construida.
Cuando fuimos a su nueva cenaduría, entramos por la vieja casa de la madre de Victoria, la techumbre, afectada por las lluvias y el tiempo, estaba apuntalada por un mástil que parecía herir las enormes alas de un ave moribunda. Nuestra anfitriona nos contó que una noche mientras llovía, escuchó desde su recámara, que se encuentra en la parte trasera del predio, un estruendo que le hizo pensar que el techo se había venido abajo. Se santiguó, y se imaginó viendo el cielo estrellado por la oquedad, como en plegaria, se dirigió a su madre muerta diciéndole que la casa se había caído y que con todo el dolor de su corazón, tendría que dejarla así, al menos por un tiempo, en lo que el dinero necesario para la compostura llegara a sus manos.
A la mañana siguiente entró a la casa y se sorprendió al ver que el techo estaba donde debía estar y que por el contrario, el estuco que recubría las paredes de la casa se había venido abajo, dejando al descubierto algo que parecía un fresco pintado en color marrón y que en la pared de oriente presentaba dos columnas, al parecer jónicas, pues el capitel no se podía apreciar debido a que aún quedaban restos de estuco en la parte de arriba. Había otros detalles en el resto de las paredes que no se podían apreciar muy bien, pero sin duda, lo que más destacaba del conjunto eran las columnas. El hallazgo la dejó con la boca abierta. Nos dijo que se había puesto en contacto con un algunos amigos para que trabajaran en la pintura e intentara rescatar lo rescatable, aún espera ayuda para restaurar el mural.
Todos los que fuimos a cenar, aun de noche, pudimos apreciar algunos detalles del fresco que me recordó la manera como decoran a algunos templos masónicos. Se lo comenté a nuestra amiga y le pareció plausible la hipótesis, aunque difícilmente comprobable, al menos hasta no tener totalmente restaurado el mural.
Después de contemplar el insólito descubrimiento, pasamos al agradable corredor de la casa de un estilo más moderno y nos dispusimos a cenar. Los mezcales y las cervezas aderezaron las garnachas que nos comimos esa noche. La plática sobre historias de amor, de hijos concebidos y presentados como ofrendas ante el ser amado, de mujeres que aman sin medida, me hizo recordar la novela de Ian McEwan: Amor perdurable (Anagrama, 2000), que narra la historia de una persona afectada por el síndrome de Clerambault, una enfermedad que provoca en el paciente una compulsión obsesiva de amar, centrada por azar en una persona, sin importar siquiera que sea del sexo opuesto. Es aquel un mal incurable que hace pensar si no será éste el verdadero amor, y no aquel efímero que muchas veces experimentamos las personas “normales”.
Nos retiramos ya tarde de casa de Victoria, todos con el estómago cargado y satisfecho y yo, además, con la cabeza puesta en otra historia de amor que conozco y que me dejó perplejo y dolorido. Antes de subir al choche, volteé a ver el frente de la Casa de María Urbieta. . ., aún estaba allí.
Dije que el esperado día cuatro llegó puntual, a las doce y un segundo, y así fue; todos en la casa de los Guerra nos levantamos temprano ese día, desayunamos variado y abundante. Después repasé mi intervención para la presentación del libro “Oaxaca 2010, voces de la transición”.
La mañana se fue volando, y por la tarde, a eso de las cinco, nos dirigimos a la Casa de la Cultura, anfitriona de la tertulia literaria de ese día. Actualmente, es el contador Vidal Ramírez Pineda el director de Lidxi Guenda Bianni (Casa de la inteligencia o cultura), y fue gracias a él y a su equipo de colaboradores que dispusimos de un bello escenario para la presentación de nuestro libro, pero no sólo eso, la publicidad, las invitaciones y el conseguir a un buen comentarista del libro, que fue el politólogo Manuel López Villalobos, se lo debemos todo a Vidal, a quien estaremos siempre agradecidos.
La Casa de la Cultura de Juchitán, fue un tiempo la sede de la Escuela Secundaria Técnica Industrial No 34 y gracias a su remodelación en la que jugaron un papel importante Francisco Toledo y Sofía Musalem, se fundó lo que ahora es Lidxi Guenda Bianni. Hace unos meses la Casa de la Cultura sufrió cambios para bien: cuenta ahora con un nuevo teatro, donde se hizo la presentación de nuestro libro, y está decorada con un colorido que reboza alegría. La construcción tiene amplios corredores, cuyas gruesas columnas rectangulares le dan un aire románico al conjunto que transmite paz y sosiego al alma.
Mientras llegaba la hora de nuestro acto, disfrutamos en el patio la danza de unos chicos de Juchitán, que bailaban la sandunga, mientras otros jovencitos venidos de Coatzacoalcos ( el istmo veracruzano) observaban el baile que se hacía en su honor. Bello cuadro ese, donde unos muchachos istmeños se muestran sus artes y enriquecen su cultura, complementándola con la del otro.
Dieron las seis y comenzamos puntualmente la presentación del libro. La conducción corrió a cargo de Ulises Hernández Luna, a quien agradezco su amabilidad y corrección. En el presídium nos acompañó Vidal Ramírez Pineda, escoltando a Manuel López Villalobos, estuvimos Claudio Sánchez y yo.
Después de los comentarios que se acostumbra hacer para alentar a los eventuales lectores a comprar el libro, escuchamos varias participaciones del público que en todo momento mostró interés en la obra. Los ejemplares que llevamos para la presentación se agotaron y nos pidieron más.
El acto terminó alrededor de las ocho y media de la noche, nos fuimos contentos y satisfechos de los resultados. Promover la lectura de un libro, es, en cierta forma, promover la lectura en general y eso nos compromete aún más; México transitará mejor y más rápido hacia la democracia, en la medida en que su población sea mayoritariamente lectora. Que de ello no nos quede la menor duda.
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