martes, 22 de abril de 2008

ESQUIZOFRENIA NACIONAL

He llegado a creer que la mejor manera de comunicarme con el resto de mis semejantes, al menos en México, es empleando el lenguaje de los esquizofrénicos. No lo digo porque me enteré, por la agencia “Prensa Latina”, que se estima que 25 millones de mexicanos padecen algún tipo de desorden de conducta, depresión o ansiedad, hay otra razón. Han de saber que los que sufren alguna de las llamadas enfermedades mentales, en realidad manifiestan una profunda inconformidad con lo que sucede en su entorno. Desde luego, me refiero a los padecimientos que no tienen su causa en alguna disfunción bioquímica, fisiológica o anatómica de su cuerpo que les produzca dolor o malestar.

Hasta el siglo XIX, los enfermos eran aquellos que sufrían alguna de las disfunciones físicas que antes mencioné y el papel de los médicos para con ellos era recuperar el buen funcionamiento del cuerpo y tratar de conservarlo. No faltaban entonces quienes para escapar de las responsabilidades cotidianas o de las miserias de la vida que les tocó vivir, fingieran estar enfermos para que, al menos por un tiempo, les fueran condonadas sus diarias penalidades. Claro que cuando eran descubiertos, la vergüenza y los castigos eran su destino.

A fines del siglo XIX el famoso neurólogo Charcot, a la postre maestro de Freud, observó que algunos de sus pacientes sufrían de un mal hasta entonces tomado como un mero fingimiento o, en el peor de los casos como un misterio. En efecto, la llamada histeria de conversión adquirió entonces el carácter de enfermedad y con ello surgió la categoría de enfermedad mental que dio origen a la moderna psiquiatría y al psicoanálisis.

Hay quienes afirman (el lector podría consultar para el caso a: Thomas S. Szasz. El mito de la enfermedad mental. Amorrortu Editores) que las llamadas enfermedades mentales no son tales; que en realidad lo que existe es una disfunción en la comunicación.

De acuerdo con esta interesante teoría, los enfermos mentales son en realidad seres humanos que sufren una profunda inconformidad con su rol y las circunstancias de su existencia y optan, a veces sin plena consciencia, por parecer “enfermos” y expresan su inconformidad con los síntomas propios de lo que se llama enfermedad mental. Esos síntomas son entonces, y bajo esas circunstancias, un lenguaje peculiar que busca interlocución. Así, el papel, no del médico, sino del psico-sociólogo sería el de interpretar el significado de ese lenguaje para poder interactuar con el sujeto y regresarlo a su anterior funcionalidad o bien a una disfuncionalidad conciente.

Autores como Szasz, Huizinga, Becker y otros, afirman que la vida humana es un juego que se vive como drama. Al jugar todos el rol que nos corresponde, constituimos la cotidiana normalidad que nos caracteriza. Cuando alguien, en lo más íntimo de su ser no es capaz de rebelarse concientemente contra el rol o el tipo de juego que le fue destinado, se rehúsa asumiendo la atipicidad de la neurosis o de otro tipo de locura.

Observo en la vida nacional algo semejante a esos juegos de locura y no hablo de los 25 millones de mexicanos con algún tipo de padecimiento mental, sino de Andrés Manuel López Obrador quien rechaza, no sólo a las instituciones republicanas, sino también al juego dramático de la vida normal, para asumir roles imaginarios, (“Presidente legítimo”) construyendo un juego esquizoide al que lo acompañan no pocos compatriotas que imaginan salvar a la patria y otras demencias .

A diferencia de un rebelde que asume su inconformidad de manera conciente, sin asumir papeles ficticios y efectuar rituales fantasiosos, a Andrés Manuel López Obrador parece fascinarle la parafernalia esquizoide.

Hace unos días publiqué un artículo que hacía referencia al secuestro del congreso; en él me refería a Andrés Manuel como orate. Una buen amigo mío me observó lo desmesurado del tono, le contesté que no traté de ofender, que intenté una especie de diagnóstico heterodoxo frente a un fenómeno inusual; hago lo mismo hoy con mi amable lector: no intento diagnosticar la locura de nadie, ni mucho menos hacer psicoanálisis light. Me consterna lo que observo y al no encontrar racionalidad alguna, me pareció conveniente ensayar otros enfoques para satisfacer mi muy particular curiosidad.

En Oaxaca observo cosas similares, juegos de locura. Un periodista oaxaqueño de gran valer dijo: para vivir en Oaxaca hay que estar, borracho, drogado o loco. Le doy la razón. Todas las reglas del juego normal de la vida en sociedad son rechazadas por un grupo de personas que juegan su propio juego. Las leyes incluso, vistas como un subsistema de normas del gran juego de la vida, no son respetadas. Un compadre cubano me dijo con su graciosa manera de hablar: chico, en Oaxaca no se respeta ni la ley de la gravedad.

Invito al lector a que dedique un poco de su tiempo a analizar todo aquello que en Oaxaca está fuera de lo que pudiera considerarse “normal” y verá el juego perverso al que algunos esquizoides nos quieren someter. No es un llamado a la rebelión el que hacen, pues son parte indisoluble de lo que dicen odiar, ¿se odian a ellos mismos o aman a su enemigo? No lo sé; pero cuando en esa aparente doble personalidad los veo en el gobierno, tampoco llaman a respetar el orden, las leyes o a las más elementales normas de convivencia; por el contrario, llaman a la simulación, al arreglo ilegal, al negocio con ventaja, al tráfico de influencias, a todo, menos a respetar lo que desde su posición sería de esperar: la ley.

Bajo el influjo de estas psicóticas consideraciones, me imaginé sentado viendo esta tragicomedia que hoy vive nuestro país, cada lunático con su juego con el que parecen divertirse mucho; sólo que en esta olimpiada de locura, las víctimas, como siempre, son los más vulnerables, a quienes no les queda más que jugar con su desgracia y es entonces que se me quitan las ganas de aplaudir.

Pero si el lector quiere dejar de ver, al menos por un rato, todo esto que está pasando, lo invito a leer una novela extraordinaria: El mago (editorial Anagrama). En ella J. Fowles, su autor, narra la historia de Nicolás Urfe, un joven profesor de inglés egresado de Oxford, quien se va a una isla griega a impartir sus conocimientos. En ella conoce a Mr. Conchis, personaje extraño y misterioso que poco a poco lo va a sumergir en un juego apasionante que llega a parecerse tanto a la realidad, que ni los personajes ¡ni el lector! pueden ya diferenciar.

Le aseguro que va a disfrutar esa obra, tendrá además la tranquilidad de que la locura que eventualmente pueda vivir con su lectura elevará su espíritu, en lugar de envilecerlo con esta realidad de orates.

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