domingo, 15 de julio de 2007

LA ESCUELA JUCHITAN

Tenía siete años cuando comencé a asistir a las clases de primaria en el Centro Escolar “Juchitán” fundado en 1939, en la ciudad del mismo nombre, en el Istmo de Tehuantepec. Mi madre había insistido en que se me inscribiera a los seis años; pero la decisión de mi abuela pesó más porque, según ella, yo era muy pequeño para esos quehaceres.

Finalmente me inscribieron. Los niños de entonces empezábamos las clases en enero, siguiendo uno de los dos calendarios escolares que estaban vigentes en el país. Aún cuando en Juchitán el clima es cálido, en enero se sentía el frío del invierno tropical que apenas comenzaba. Era el año de 1962.

Tengo recuerdos muy vívidos de esos años. Me habían inscrito en el grupo de primer grado en el que era maestro el profesor José Regalado. Un hombre alto y corpulento, de voz gruesa y conducta bromista que yo no notaba en aquellos días; por el contrario, me infundía temor. Tengo la imagen de un hombre gigantesco que intentaba ser agradable, pero cuya amabilidad se perdía en esa gran masa corpórea que lo caracterizaba.

El primer día, formado con el resto de los niños en uno de los enormes patios de la escuela, me atemorizaba perderme y por accidente pasar al grupo de otro maestro. No sé porqué pensaba eso, pero la preocupación de que ocurriera me angustiaba. Recuerdo que en un momento de confusión un niño me jaló del brazo y me colocó en una fila que iniciaba su marcha. Ví con horror cómo el torrente de esos pequeños cuerpos arrastraba al mío y me alejaba de la fila original. Tal vez quise llorar, no recuerdo, pero después de todo las cosas salieron bien, porque la fila en la que me había incluido mi anónimo salvador, era precisamente la del grupo del maestro José.

Durante el segundo y el tercer grado de primaria, mi maestra fue la profesora Gloria Tejeda. En el cuarto, el maestro Juan Villalobos; en el quinto el maestro Anatolio Hernández y en sexto el inovidable maestro Daniel Matus. De todos ellos guardo un grato recuerdo y mi más profundo agradecimiento. Todos ellos trabajaron y se esforzaron por nosotros sus alumnos y pueden estar tranquilos y satisfechos: lo hicieron bien.

Con todo, la figura central era la del gran mentor juchiteco, el director de la escuela, el maestro Sergio Martínez Martínez ( Ta Checo). Un personaje entrañable por su entrega a la labor educativa. Sufrió las injusticias de una administración centralista cuando intentaron arrebatarle en 1959 su centro de trabajo; pero su calidad profesional y la amistad de no pocos padres de familia y amigos leales, obligaron a las autoridades a reinstalarlo.

No puedo olvidar a otros personajes de mi escuela: José María Fuentes (Ta Chema) y Bernardo (a) “Malinche”. Ambos intendentes que además de las tareas de limpieza y apoyo a la dirección, durante el recreo se encargaban de cuidar el portón de la escuelas para que los niños no pudiéramos abandonar el edificio. Don Chema ocupó largo tiempo el cargo de intendente, después se jubiló y lo sustituyó “Malinche”, feroz guardián de ese templo del saber, cuyas aventuras, ciertas o imaginarias, eran la delicia de algunos niños y el terror de otros.

El Centro Escolar “Juchitán” ofrecía sus servicios en un gran edificio de estilo moderno, de dos plantas y cuatro grandes patios en los que corríamos y jugábamos cientos de niños en los ratos libres. En el lado norte de la escuela está la iglesia de San Vicente Ferrer, patrón de Juchitán , por el lado sur, la casa del General Heliodoro Charis Castro y al frente está el parque “Revolución” con sus frondosos árboles, sus canchas de básquetbol y sus bancas de concreto.

Por las tardes ese parque se llenaba de esas aves de plumaje negro que aún abundan en Juchitán: los zanates cuyos cantos anuncian la proximidad del crepúsculo y la hora de la cena para algunos. Los jóvenes y adultos se congregaban en ese parque para refrescarse, jugar en sus canchas o simplemente para descansar después de un día ajetreado. Los niños no gustábamos de ir al parque a esas horas, nos bastaba con haber jugado en él durante los breves momentos de antes y después de la jornada escolar. En ese parque se hacían grandes bailes los domingos o los días festivos, pero eso era para nosotros un mero rumor o historias que contaban los adultos.

Si el inicio de mi experiencia escolar fue de temores y angustias, con el tiempo la escuela Juchitán se convirtió en el centro de mi vida. Asistir a clases por la mañana y por la tarde ejercitarme en la caligrafía y los trabajos manuales se volvió algo anhelado, aunque debo reconocer que a mi madre le costaba un poco de esfuerzo el despertarme para bañarme, vestirme y mandarme a la escuela; pero después de esos tropiezos matutinos, todo lo demás se daba con facilidad y alegría.

De los buenos amigos con los que compartí esos felices años, recuerdo a Emilio, a Jesús ( el Dormis), a Perico, a Popo, a Romanita y tengo la imagen mental de muchos más de cuyos nombres no me acuerdo, pero por quienes siento aún un cálido afecto.

Año tras año durante los seis que asistí a la escuela, sentí en cada fin de curso el nerviosismo de saber si había aprobado o no. Afortunadamente no tuve que repetir ninguno de los grados que cursé y en cada uno de ellos sentí el progreso de saber más, de poder hacer lo que antes me estaba negado, de reconocerme como parte de algo más grande y trascendente que mi propia familia. No tengo ahora ninguna duda. Esos años fueron fundamentales para mí como lo fueron, estoy seguro, para mis compañeros de generación.

Siento tristeza cuando me entero por las noticias que el Centro Escolar “Juchitán” es un campo de batalla donde por desgracia las bajas se cuentan, no en los bandos oponentes, sino en los alumnos de la escuela, en su prestigio académico cuidado antaño con tanto celo .

Las cosas han cambiado, nada más cierto; pero prefiero recordar a la escuela “Juchitán” como la viví durante aquellos años, cuando veía a mis maestros con un respeto casi religioso, como seres virtuosos que me conducían por las inmediaciones de la cultura. Tiempos aquellos que quizás no vuelvan más.

No todo tiempo pasado fue mejor, lo acepto, pero a este aciago presente, pareciera ganarle cualquier pretérito simple.

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