sábado, 14 de noviembre de 2009

MÉXICO Y LA NOVELA NEGRA

Un buen amigo me recomendó que leyera la trilogía de Stieg Larsson, un escritor sueco: Los hombres que no amaban a las mujeres, La niña que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire (todas en Editorial Planeta Mexicana S.A, de C.V). Stieg Larsson, hombre de una capacidad increíble para escribir y fabular, murió antes de ver publicadas sus novelas.
Periodista y luchador incansable contra el racismo y el maltrato a las mujeres en sus años mozos, también militó en las filas del marxismo revolucionario; fue y siguió siendo trotskista hasta su muerte. Gustaba de escribir compulsivamente, fumar y comer alimentos chatarra. Uno de sus amigos dijo: hizo todo lo posible por morir.
Stieg Larsson escribió cinco novelas de las cuales tres han sido publicadas, se habla de un cuarto volumen inédito, no sabemos si algún día será publicado, el quinto no lo será nunca, pues lo destruyó el autor. Larsson es una de esas rarezas de la literatura. Sus novelas, contadas con buen estilo y con un ritmo que no deja caer el suspenso, nos describen un mundo sombrío, lleno de maldad. En él, los ricos son la condensación del mal, la policía tradicionalmente corrupta y sus personajes principales están marcados por obsesiones y manías que los encadenan y determinan trágicamente cada uno de sus actos.
Vargas Llosa ha criticado la obra de Larsson, y de ella ha dicho que es, sin duda, destacable; aunque falto de rigor y con errores estructurales en la narración. Sin menosprecio de tan docta opinión, se tiene que aceptar que en el caso de Larsson, las grandes ventas coinciden con una buena crítica.
Tenía la intención de seguir el consejo de mi amigo leyendo las novelas en orden cronológico, no fue posible, porque la primera, Los hombres que no amaban a las mujeres, se había agotado, de modo que comencé por leer la segunda: La niña que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Confieso que el título en español no me gustó, me pareció largo e insípido, en el original sueco es “La niña que jugaba con fuego”, que se apega más al contenido de la novela. Fuera de eso, la lectura fue muy agradable, emocionante e instructivas, sin pretender ser didáctica. En la relación de los personajes, se da uno cuenta de cómo los hombres tratamos y percibimos a las mujeres, más allá de lo que comúnmente aceptamos; y nos enteramos de cómo las mujeres, en ese mundo larssoniano, construyen sus relaciones sexuales, que están muy lejos de cualquier estereotipo.
La muerte satura la existencia; pero no la muerte como un hecho biológico inevitable, sino la muerte inesperada y la mayor de las veces injusta y violenta. En la novela de Larsson, desde los primeros capítulos ocurre una muerte, en este caso el muerto se lo merecía. El personaje que propició la muerte es Lizbeth Salander, una chica de una sorprendente inteligencia innata, poca belleza, delgada, de baja estatura y de una gran sensibilidad. Será ella el centro de la novela y el resto de los personajes servirán para conocerla mejor, al mismo tiempo que juegan sus roles en un incesante actuar, que va de un asunto a otro, para que poco a poco vayan adquiriendo la unidad que permite develar el misterio en la vida de la Salander.
El inesperado final de la novela tiene un efecto doble: da respuesta a las interrogantes que ya para entonces se ha formulado el lector y a partir de la imagen concluyente, surgen nuevas dudas, que exigen continuar con la lectura de la trilogía. No tiene desperdicio.
Después de leer la novela mi interés por el autor creció, y me enteré que algunos críticos se sorprendían por la forma en como describía a la postmoderna Suecia en sus novelas. Lo cierto es que Larsson tomaba los temas de su obra de otros países, tanto europeos como americanos, y entre ellos ¡México!
Al parecer el escándalo de las muertas de Juárez llamó su atención y obtuvo la información necesaria para sus novelas. A pesar de lo poco edificante que ahora resultamos como ejemplo, de algo sirvió nuestra desgracia, un excelente autor nórdico hizo de la tragedia de Juárez una obra maestra de la novela negra.
Comentaba con Rebeca Romero que, en el mar de males que nos aquejan, brilla una esperanza: quizá podamos, algún día inspirar a un Premio Nobel de literatura, o Oaxaca llegue a ser la Comala de futuras novelas negras, de mucho éxito. Preocupa sin embargo que nuestros fabuladores se dediquen a la política y no a la literatura. Lo digo por el presidente Calderón, quien de pronto decreta el fin de la recesión, como desaparece empresas públicas sin más ni más; que ve un complot donde sólo hay ineficiencia y torpeza y que además gusta de las historias de guerra de buenos contra malos.
Del lado de la oposición también se cuecen habas. Andrés Manuel López Obrador insiste en escribir la historia del santo laico, una especie de san Martín de Porres, fray escoba, que en lugar del instrumento de limpieza sea retratado con un arado para que vean cómo se prepara la tierra para sembrar la semilla de la revolución. El PRI en cambio, no parece gustar de las obras de gran calado, prefiere los cuentos cortos, que entretengan y en ocasiones hasta hagan reír, como cuando declararon que votaron a favor del paquete fiscal calderonista, pero que ya preparan una reforma que resarcirá los daños. De veras, no sabe uno si reír o llorar.
No andamos escasos de talentos literarios, solo pasa que equivocaron la carrera.

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